Aún recuerdo los primeros años que conviví con Roxana. Sin duda ha cambiado mucho desde entonces. Roxana era mi secretaria, mi amante secreta, la mujer con la que más tarde me casé, la mujer por la que lo abandoné todo. Supongo que le cautivó mi aspecto de intelectual maduro que está de vuelta de todo. Era una buena chica y yo me sentía bastante solo en aquel momento de mi vida. Nuestra relación no tardó en prosperar. Todo lo demás se desarrolló según lo previsto: boda, viaje de luna de miel, compra de propiedades, llegada de nuestro primer y único hijo. Tuvimos lo necesario para conformar una vida exitosa que siguiera los cánones establecidos.
La rutina nos ha matado y, en estos momentos, nos encontramos en una calma tensa bastante difícil de soportar. Su carácter se ha agriado de un tiempo a esta parte y, la verdad, es que no entiendo su comportamiento. Critica mi forma de pensar, mi modo de vestir e, incluso, la manera en la que como o me relaciono con los demás. Puede que si alguien llegara a leer esto me llamara pusilánime y quizás tengan razón, pero he incumplido todos los preceptos de vida que me había propuesto conseguir en mi juventud.
Cuando volví a recuperar la consciencia, me levanté y me dispuse a ir a la cocina a tomar un café bien cargado. Lo necesitaba después de haber perdido toda la tarde con una tórrida escena del último capítulo de mi próxima novela. No estaba para nada convencido de que se convirtiera en uno de mis libros más dignos, pero las musas no estaban de mi parte en aquella época.
La casa se encontraba en paz después de la tempestad telefónica. Escuché a Roxana trabajando en su estudio con el último diseño de su colección de alta costura. Se lo habían encargado para un desfile en una importante pasarela. Llegué a la cocina y al abrir la puerta del frigorífico, no pude encontrar nada de leche para poder mezclar con el café. Maldije mi suerte en aquel momento. Al apartar con sigilo una de las banquetas de la cocina para poder sentarme, un teléfono volvió a sonar a lo lejos. Era el móvil de Roxana. No pude contener mi curiosidad y, a pesar de sus esforzados susurros, espié la conversación.
─Hola, cariño…Sí, parece que ahora está dormido… Ha sido genial el numerito de antes… Ay, pues que se fastidie. Cómo va a vender un ejemplar de esos bodrios que escribe… A mí cada vez me da más pena… Tienes razón, pero me ha hecho la vida imposible… ¿Qué estás insinuando? ¿Acaso tengo yo la culpa? Por favor, Andrés, no me hagas hablar porque se lo cuento todo… No, no estoy nerviosa para nada. Sólo soy directa. No soportaré que otro hombre me vuelva a chulear… Piénsalo bien porque si no… Vale, vale, hablamos ahora… Adiós.
Siempre había sido consciente de que Roxana se insinuaba a otros hombres, pero hasta este momento no me había vuelto a rondar la idea por la cabeza. Traté de hacer el menor ruido posible y pasar desapercibido. La verdad es que no pude concentrarme durante el resto de la tarde. Hacía un calor húmedo que me dificultaba la respiración. Mi mente estaba en cualquier otra cosa menos en lo que debería estar. Roxana tardó una media hora en salir de su despacho.
─Pensaba que estabas durmiendo ─me dijo Roxana de forma comprensiva mientras pasaba su mano por la mejilla─. ¿Has avanzado algo?
─Sí, mucho, la verdad. En un par de días termino la novela y se la mando a Andrés. Ha quedado bien, así que espero que le guste ─repliqué mientras le agradecía el gesto cariñoso.
─Luego te cuento más tranquilamente lo que me ha contado ese indeseable. Cuando acabes la novela, piensa en lo de cambiar de editorial. Quieren hacer un negocio bastante sucio contigo ─me contestó con un aire bastante indignado.─ Luego te cuento más. Ahora tengo que salir porque he quedado con Raquel. Vamos a pagar el catering para el personal del día del desfile. Dame un beso, amor. Nos vemos luego.
En cuanto la vi salir por la puerta, comencé a preocuparme más. Iba vestida con un traje de color negro que le estilizaba su esbelta figura hasta hacerla irresistible. Hay que reconocer que después de conocerla, mi vida ha ido cuesta abajo. El principio de mi propio fin llegó el día en el que la convertí en mi agente personal. Despachaba todos los temas económicos con mi editorial y, desde entonces, comenzó a gestarse una relación especial entre mi editor y ella. Nunca quise descifrar los códigos que comenzaban a nacer entre ellos. Mi comportamiento era consecuencia de la pereza más negativa.
Para despejarme, quise contestar algunos de mis numerosos correos electrónicos. Me encontré con una enorme cantidad de correo basura y sólo un correo recibido. Mi caso era un ejemplo claro de la soledad del literato. De un tiempo a esta parte, mis relaciones sociales han disminuido alarmantemente. Era un correo de Andrés, mi editor. El título del asunto no prometía nada halagüeño.
Hola, Alberto:
Siento ponerme en contacto contigo de
forma tan brusca después de lo de esta mañana, pero no puedo más. Tengo
que confesarte algo muy importante. No obstante, prefiero que nos veamos
cara a cara. ¿Podemos quedar esta tarde a las 7?
Saludos,
Andrés
Desconecté el ordenador y no pude más que echarme a temblar. Era un
típico momento de cambio ante el que no estaba preparado. Eran las cinco
de la tarde. Decidí tomarme unas cuantas pastillas para así poder
descansar. “Ojalá que, después de un sueño reparador, pueda despertarme
en otro lugar muy lejano para darme cuenta de que toda mi vida ha sido
una broma pesada” pensé.Andrés
Relato titulado "Lo inesperado", primer finalista del III Premio de Relatos "Libros Mablaz"
* Este relato fue incluído en la antología "La vida cotidiana" que publicó la editorial Libros Mablaz a propósito de este premio.
Llevaba mucho
tiempo con ganas de un cambio de aires. Tras la ruptura con Laura y el
escándalo sucedido en mi familia, no me quedó ni un minuto libre en el que no
pensara sobre mi incierto futuro.
Nada más reunir el dinero que me hacía falta,
elegí una ciudad para evadirme y pasar una larga temporada. Di una vuelta al
globo terráqueo que aún sigo teniendo en la habitación y la fortuna señaló a un
pequeño pueblo de la Costa Este: Ivars. Jamás había oído hablar de él, así que
lo primero que hice fue abalanzarme hacia el ordenador para buscar algún dato,
algún detalle, algo que pudiera calmar mis nervios.
Poco le puedo
contar de las gestiones que vinieron después, señor doctor. Sólo sé que el
tiempo ha pasado excesivamente rápido. Desde el comienzo la gente me miraba con
recelo. Ahora lo entiendo. No era por envidia. Siempre tenemos en el punto de
mira al nuevo que llega a un círculo social ya consolidado. En esta ocasión se
podía oler el miedo en la gente de aquel lugar.
Recuerdo mis
primeras impresiones cuando bajé del tren que me trajo desde Madrid. El inmenso
bosque de pinos que rodeaba el pueblo no dejaba entrever nada halagüeño. Me
sobrepuse a los temores con un optimismo fingido e inusual en mí.
─En cuanto establezcas una rutina,
todo marchará bien. Has venido para terminar la novela. Eso es lo más importante
─pensé para tranquilizarme a mí mismo.
Lo
primero era alquilar una casa. Nunca me ha gustado buscar cachivaches
decorativos. Me aburren soberanamente las personas que basan su vida en
discutir sobre como adornar una insulsa habitación. Me parece algo bastante
inútil. Por estas razones, me decidí por una coqueta casa un poco apartada del
centro del pueblo. Parecía tranquila, puesto que se encontraba justo enfrente
de una residencia de ancianos. No era el vecindario más alegre del mundo, pero
por lo menos me serviría para poder redactar los últimos capítulos de la novela
en paz.
Durante
los días previos a la mudanza me alojé en la única pensión de Ivars. La
regentaba una rolliza mujerzuela que no dudó en agasajarme con las más
variopintas comidas desde el primer momento.
─Tienes que comer, chaval. Si hubieras
vivido como lo hicimos nosotros en la Guerra, ahora devorarías el cocido que te
pongo en la mesa ─me dijo mientras trataba de
acariciarme la mejilla como si fuera su propio hijo.
─Gracias, señora Matilde, pero ahora
tengo que salir. He quedado con la chica de la agencia de pisos. Voy a pagar el
primer plazo del alquiler de mi nueva casa. Así podré mudarme pronto.
─No me gusta nada ese sitio, chaval.
Ten mucho cuidado porque… No, lo mejor es que no lo sepas. No te quiero
influenciar ─me contestó con gesto contrariado.
Aquel detalle
que me había dado doña Matilde consiguió ponerme en alerta. No obstante, después de mucho pensar, traté
de no amedrentarme. La chica de la agencia estaba esperándome desde hacía mucho
tiempo ya. Me vestí y me dispuse a salir a la calle, raudo y veloz. Las calles
estaban casi desiertas. Solamente encontré sentados en el quicio de la puerta
de un vetusto caserón cercano a mi casa a un grupo de ancianos que jugaban una
partida de cartas.
─Disculpen. ¿Saben ustedes si está
cerca de aquí el número ocho de la calle Desengaño? ─les pregunté interrumpiéndoles el juego y la conversación.
─¿Y tú para qué lo quieres saber? ─respondió el que parecía más decidido en el grupo.
─Está cerca de aquí, chico. Gira en la
segunda bocacalle a la derecha y después camina unos quinientos metros todo
recto. Allí encontrarás la calle Desengaño. No le hagas caso a éste. Vive
obsesionado con esa maldita historia del… ─replicó el hombre que se encontraba a
su izquierda.
─Shhh, ¡cállate! ─volvió a responder de manera más que imponente el
primer hombre al que me había dirigido.
Proseguí
mi camino tal y como me acababan de informar. Estaba claro que había algo raro
en el ambiente, y la casa donde me iba a alojar era el epicentro de alguna
historia extraña que la gente trataba de ocultar. Me lo tomé con filosofía. En
los pueblos, se habla mucho y se crean rumores estrambóticos. En esta ocasión
seguro que pasaría lo mismo.
Al
cabo de unos minutos, llegué a la casa y ya se encontraba allí la agente que me
iba a ayudar con los trámites del alquiler. Su apariencia no era de fiar. Sobre
todo su mirada era oscura. Eso fue lo que se más se me quedó grabado a fuego.
Era soberbia y despectiva y su vestuario no dejaba lugar a dudas. Tenía
enfrente a una ejecutiva muy ambiciosa. Enseguida desplegó todos sus encantos
para que no le opusiera ninguna resistencia. Sin quererlo actué como un
corderito, no me quedaba otra salida.
Tras
firmar todas las cláusulas del contrato de alquiler, se dispuso a enseñarme las
estancias. Mientras íbamos paseando por la casa, no pude esconder mi curiosidad
malsana.
─Disculpe, he oído por el pueblo algunas cosas sobre
esta casa por las que me gustaría preguntarle. ¿Ha sucedido algo especial aquí?
La gente me mira atemorizada cuando les digo que voy a ser el nuevo inquilino
del número ocho de la calle Desengaño ─le pregunté sin disimular mi miedo.
─Ya sabe cómo son los pueblos, caballero. Le aseguro
que no tiene nada que temer. A pesar de que haya pasado unos cuantos años
deshabitada, esta casa es de lo mejorcito de Ivars ─me replicó con una sonrisa extraña.
Seguimos
visitando los diferentes espacios de la casa, y dejamos, para concluir, la
habitación principal. Mi acompañante llevaba con ella unas cuantas carpetas con
el logotipo de su empresa. Se le cayeron al suelo estrepitosamente antes de
disponerse a abrir la puerta de la que sería mi habitación durante todos estos
meses. Me miró con un odio profundo en sus ojos. Se dirigió hacia mí con unas
simples palabras:
─¡Qué extraño! ¡Qué puerta más pesada!
─dijo, mientras avanzaba
cautelosamente─. Tras unos segundos fue capaz de
abrirla.
─¡Dios mío! ─dije tras darme cuenta de que se había cerrado dando
un sonoro golpe─. Me parece que no hay picaporte. ¡Estamos
encerrados!
─Yo no, pero usted se queda aquí para
siempre. De eso me encargo yo. ─dijo la muchacha entre sonoras carcajadas, al mismo
tiempo que traspasaba la puerta y desaparecía sin dejar rastro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario